lunes, 20 de mayo de 2013

Y TÚ, ¿EN QUÉ MOMENTO DECIDISTE SER HETEROSEXUAL?

"Eso es verdad...desde tu punto de vista".
Paul Watzlawick
 
Voy a ingresar en un terreno espinoso, caldeado, potencialmente traumático. Para ello me colocaré, preventivamente, rodilleras y casco, e incluso gafas protectoras, para esquivar algún ataque artero de los "politicocorrectistas" (esos adictos a lo políticamente correcto que, por su fanatismo, terminan siendo políticamente incorrectos con aquellos que discrepan de sus puntos de vista). Preparados...¡let's go!.
Hace unos días, el 17 de mayo, se celebró el Día Internacional contra la Homofobia. Me parece que es un día importante donde se recalca la necesidad de seguir luchando por la igualdad de derechos y por aceptar la diversidad de las personas. Plenamente de acuerdo, y es lo mínimo que podemos pedir si queremos vivir realmente de modo civilizado. No obstante, eso da pie para que se suelten, muy alegremente, ciertas ideas sobre la "naturaleza humana" que necesitan pasar por el tamiz de la crítica socioconstruccionista, a riesgo de convertirse, de no hacerlo, en un nuevo discurso dominante. Y en eso radica lo espinoso: en criticar este nuevo discurso politicocorrectista.
A la idea "homofóbica" de que la identidad sexual se aprende o es una opción, se le contrapone (desde el discurso LGBT) la idea de que se nace con dicha identidad, y que nadie escoge o aprende a ser homo, hetero, bi o trans. Como diría el tío Marco Aurelio Denegri, "se viene así de fábrica". Digo que la idea del aprendizaje es tildada de "homofóbica" porque muchos se agarran de ella para deslizar la otra idea de que las conductas no heterosexuales son, por consiguiente, "malos aprendizajes", "trastornos", "parafilias" o abiertas "perversiones". Los más "humanitarios" la usan también para sugerir que se puede cambiar dichas conductas, que hay tratamientos adecuados, e instan a los no heterosexuales a ingresar en dichos programas (que me recuerdan al tratamiento Ludovico, de la Naranja mecánica), a fin de tener vidas más "normales". Si el actual discurso LGBT y politicocorrectista enfatiza lo natural y el innatismo es, creemos, porque con eso se pretende liquidar cualquier argumento en contra y apelar a la política de los hechos consumados: "Así nacen y tienen derecho a ser"; "No es perversión; es genética"; "Ni vuelta que darle: o los aceptan plenamente o caen en una incitación al genocidio". "La homofobia, grande o pequeña, es tan nefasta y guiada por el odio, como lo pueden ser el racismo y la misoginia, al no aceptar algo tan natural".
Partamos de algunas cosas puntuales: estamos contra la homofobia y contra la marginación de cualquier tono y pelaje, y por la razón que fuere. Cada quien tiene derecho a ser lo que desee y como lo desee, si no viola la ley y los derechos de otros. Pero eso no nos puede llevar a aceptar el discurso dominante acerca de una naturaleza sexual innata, hetero, homo, bi o trans, como condición necesaria para aceptar el derecho a la diversidad y a vivir acorde con las historias preferidas de cada persona. Al ubicarme dentro del pensamiento construccionista social, posestructuralista y posmoderno, no puedo estar de acuerdo con la idea de una naturaleza humana que determina, gracias a la dictadura de los genes o a las dimensiones de nuestro encéfalo, lo que somos y cómo lo somos. Y por más que esa visión biologista esté ahora al servicio de una buena causa (y no olvidemos que antes sirvió a propuestas fascistas como la eugenesia y la limpieza étnica) no deja de ser trasnochada y esencialista, impuesta por presión política y sin ninguna evidencia que la respalde. Además, y eso es lo peor de todo, impone formas de ser y recorta posibilidades.
Creemos que la identidad personal (o el yo, el self, o la personalidad) es un construcción negociada y re-negociada socialmente. La identidad es una historia dominante acerca de nuestras experiencias y de lo que somos, insertada en una línea temporal, que viene del pasado y se proyecta en el futuro, dándonos una sensación de continuidad y de haber-sido-siempre-así. Es una gran conclusión (temporal, momentánea), compuesta de conclusiones más pequeñas, acerca de nosotros mismos, formada y mantenida en el ir y venir de las relaciones interpersonales.
Metafóricamente hablando, la identidad es como una gran novela co-escrita en el devenir cotidiano con los demás, y de la que no podemos tener una imagen completa debido a su amplitud. Podemos conocer el argumento general (el cual influencia en el cómo se irán escribiendo los subsiguientes capítulos, dando una sensación de tendencia e inevitabilidad), pero generalmente sólo tenemos presente lo que "somos" ahora. De allí que al tratar de comprendernos, caigamos fácilmente en la ilusión de ser de una complejidad incomprensible, de estar a merced de un inconsciente inescrutable o de estar bajo los designios de un determinismo biológico, que resulta siendo un manido explicalotodo.
Una historia, por más amplia que sea, no deja de ser historia. Y, eso sí, siempre es incompleta. Siempre hay experiencias que no se han incluido y narrado, y por ello siempre podemos enriquecer nuestras historias, y tratar de ser como queremos. El único impedimento (y disculpen que suene a libro de auto ayuda) es creer que no se puede. La identidad, en síntesis, se construye. Y eso incluye a la identidad sexual o de género.
No se nace nada, en lo que se refiere a la conducta. Los genes y lo innato podrán determinar nuestra contextura, estatura, color de piel o de ojos, pero no lo que somos. Y menos lo que deseamos. Creer lo contrario no es práctico, no está probado (y no creo que lo esté nunca) y es muy peligroso. Siempre hay algún aspirante a tirano dispuesto a servirse de estas hipótesis para imponer su agenda nefasta. Además, a los psicoterapeutas (y digo esto sin ninguna referencia a tratar o no a los LGBT por ser LGBT) nos resulta más practica la metáfora de la persona como historia en constante re-escritura, que la otra metáfora de la persona terminada y biológicamente condicionada.
"¿Y tú, cuando decidiste ser heterosexual?".- Preguntaba una amiga del Facebook, seguidora, al parecer, de la hipótesis innatista. Si te agarra mal parado esa pregunta puede hacer trastabillar a cualquiera (hasta al propio Kenneth Gergen, en su cuarto de hora). Claro, puedes echar un rápido vistazo a tu interior, a tu historia (o a lo que tu memoria te permita rescatar de ella en ese momento), y concluir: "Chispas, efectivamente, yo siempre me sentí hétero (u homo o bi). ¿No recuerdo haber decidido serlo. Siempre lo fui". Listo, caíste en la trampa, en la ilusión de que no se escoge o no se negocia lo que somos. "Siempre me gustaron los hombres" o "siempre me gustaron las mujeres" o "siempre me gustaron las mujeres y los hombres". Incluso, como hacen algunos transgénero, puedes apelar al recurso de ir lo más atrás que puedas en tu historia para probar que tu sensación de estar en el cuerpo equivocado viene desde siempre, y que, por lo tanto, no lo aprendiste (vale decir, que es innato).
La verdad de la milanesa está por otra parte. La identidad sexual, al igual que las demás identidades que poseemos (para la visión posmoderna, el yo o la identidad no es única, sino variada y múltiple), se va construyendo en las interacciones diarias, en las experiencias que se van narrando de cierto modo, en los colectivos a los que pertenecemos. Lo que tú crees ser no sólo surge de tus experiencias, sino de las historias preestablecidas acerca de lo que es aceptable y de lo que no lo es, acerca de esas experiencias; de lo que ocurre, de lo que puede ocurrir y de lo que puede ser incluido en una historia. Al igual que sucede con las cajas chinas, las historias se incluyen dentro de otras historias más amplias que les otorgan sentido, y éstas a su vez, se desprenden en parte de discursos dominantes, que son las historias asumidas colectivamente como verdades. Tus experiencias, entonces, o algunas de ellas, tienen que integrarse en relatos o historias para que cobren significado y den forma a tu vida. Las experiencias o vivencias, per se, no tienen mayor relevancia. No la tienen, insistimos, si no forman parte de una historia que les de alguna significación. Alfred Korzybski decía: "El mapa no es el territorio" . Yo creo que más bien que en el plano de la identidad el mapa CREA al territorio.
La identidad como relato de uno mismo termina dando forma y seleccionando a las experiencias que tenemos. La historia dominante ("soy esto" , "jamás seré esto otro", "eso no soy yo"), cuanto más dominante y rígida es, crea una especie de visión de túnel o de ceguera selectiva hacia otras posibilidades de ser y de verse uno mismo, de entenderse, y terminamos convencidos de ser así desde el vientre materno y de no poder cambiar nunca. A esto hay que sumarle la poderosísima ingerencia del grupo y de la cultura, que válida o rechaza y co-construye esas versiones de uno mismo. El proceso puede parecer individual, pero es, y solo puede ser, colectivo. Cultural.
No se me mal intérprete: no somos seres pasivos y condicionados; el proceso es una negociación y siempre tenemos algún margen para escoger qué versión o versiones predominarán, y por cuánto tiempo. Hay mucho de conveniencia también aquí. Este proceso de "editar" la identidad, y de alcanzar otras formas de verte y entenderte sólo es posible si crees que lo es (¡ups!, otra vez sonó a autoayuda). De lo contrario ni lo vas a intentar. Sucumbirás acríticamente a los discursos de imposibilidad, que a su vez se respaldan en discursos dominantes sobre "verdades incuestionables" y "sentido común", y terminarás comprando la idea de que eres lo que eres, lo que siempre has sido y lo que siempre vas a ser. Que es imposible cambiar.
¿Cuándo uno "decide" que es heterosexual, homosexual o bisexual? No es una decisión. Son pequeñas y diversas decisiones o aceptaciones (en el sentido de aceptar o validar lo que se dice de uno como algo que uno es) que se van dando cada cierto tiempo en ese proceso de negociación del que hemos hablado antes. Es un proceso influenciado por las vivencias (la materia prima), las historias que ya trae previamente construidas, las historias del grupo o grupos a los que pertenece, los discursos dominantes y, en fin, la cultura y lo que ésta ofrece y/o prohibe.
Por su misma complejidad, es muy difícil darse cuenta de ello; salvo que se le plantee al sujeto la necesidad de darse cuenta; de hacer de su proceso de generación de identidad el objeto de análisis. Construir una historia de cómo crea sus historias. Normalmente los psicologos no lo hacemos. Desde las teorías tradicionales, basadas en conceptos y teorías dormitivas, damos por sentadas muchas cosas sobre la "naturaleza humana". Se debe al construccionismo social, a la terapia narrativa y al posestructuralismo el empezar a ver lo mental como un relato, y como algo que se gesta y se mantiene entre las personas, en lugar de ser algo que surge o vive sólo de el y en el individuo. No se "descubre" la identidad sexual en la soledad de tu habitación. Se hace en el ir y venir de las relaciones con los padres, maestros, amigos; escuchando lo que se dice de uno y de otros ("pero qué macho es", "este es medio rarito ¿no?", "mírala qué femenina"); leyendo; pasando por ciertos rituales sociales y de paso; probando y comprobando diversas experiencias, y tomando prestadas las etiquetas con las que vamos a darles forma y sentido. Cada cierto tiempo validas, aceptas, confirmas, te resignas...En algún momento, tal vez, lo problematizarás. Y quizá te preguntes: ¿siempre fui así...? Nadie es; todo el mundo cree ser. Todo el mundo puede ser. La idea es autogenerarse; autogestionarse; autoagenciarse; sublevarse ante las formas rígidas de definirse uno mismo, impuestas por la cultura dominante, y ampliar los horizontes hacia lo que se desea ser. La verdadera libertad radica allí. No en reemplazar un discurso dominante por otro.
PD: lo aquí dicho puede tomarse como ideas útiles, lejos de toda intención de verdad o de comprobación. Las comprobación y la verdad, como es sabido, son malas palabras, malévolas quimeras.

lunes, 13 de mayo de 2013

BREVE (O NO TAN BREVE) AUTOBIOGRAFIA PSICOTERAPEUTICA.-



"Recuerda hijito que nadie nace sabiendo".
                                                   Mi mamá.

Cuando estudiaba psicología, y poco a poco me iba acercando al final de mi carrera en la universidad, iba también entrando en una etapa de incertidumbre creciente y de duda acerca de mi futuro. Me explico: la universidad donde estudié fue creada bajo el gobierno militar de Juan Velasco Alvarado (el Chino Velasco, como le decían) -esa especie de Hugo Chávez peruano de los sesentas- y parece que la idea al crearla era educar profesionales destinados a servir al "proceso revolucionario de las Fuerzas Armadas" (sic). En otras palabras, supuestamente deberíamos haber sido formados como profesionales socialmente comprometidos, nacionalistas, no-alineados y dispuestos a trabajar en el SINAMOS (El Sistema Nacional de Movilización Social, esa entidad del gobierno destinada a movilizar a las masas en apoyo a la dictadura y sus reformas, ¿se acuerdan los cincuentones y sesentones?). Los psicólogos, por consiguiente, estábamos destinados a ser psicólogos sociales y/o comunitarios, supuestos conocedores de lo profundo del alma peruana, se su entraña andina, y de cómo ayudar a los militares a quedarse unos veinte o treinta años en el poder, sin tener que recurrir siempre a los tanques.
En consonancia con esa intención, el currículo de la facultad estaba saturada de cursos de metodología de la investigación, de psicología social y de psicología de los grupos. Los cursos sobre psicoterapia se reducían a ... cero, nada, ni uno. El único que más o menos se acercaba a la temática terapéutica era el de Consejo Psicológico, y le debo a esa materia y a su profesor, mi por entonces gran interés (ahora menguante) por el humanismo.
Hicieron, entonces, un buen trabajo conmigo, ya que salí convencido de que no podía ser otra que un "investigador en psicología social". Me había leído dos o tres libros completos y gordos sobre el tema, y me sentía (o más bien, me tenía que sentir) competente en el campo. El único problema era que nos encontrábamos a fines de los ochentas y ya a nadie parecía importarle la psicología social, el alma de los peruanos, y temas similares. Además, creo que nunca les importo demasiado después de todo; al menos no como para pagarle a alguien un sueldo por estudiarlo.
¡Chispas! ¿Y ahora? Durante un año y medio trabajé como ayudante de investigación del profesor de Consejo, quien me pagaba el equivalente a un sueldo mínimo por ayudarlo a aplicar, calificar y tabular encuestas en un par de investigaciones sobre ancianos que él estaba realizando. Pero la cosa no parecía tener mucho futuro, pues la subvención que él ganó, y que era la fuente de mis ingresos, duraba un año y luego adiós. Como era de esperar, mi padre me bajó de la nube dándome a entender que mi época de cobrar sueldo de hijo había caducado en ese preciso momento, y que tenía que empezar a trabajar "en serio", pero ya.
La única alternativa que se me presentaba era la de ingresar, a expensas del tarjetazo de una tía, a trabajar en el Ministerio del Interior como empleado público. Se cumplía así esa especia de karma familiar que yo siempre traté de evitar, o por lo menos postergar: ser un burócrata del Estado.
Debo confesar que esos fueron los peores años de mi vida. Quien haya leído "La tregua" de Mario Benedetti entenderá lo que digo. Yo era psicólogo e ingresé nombrado como tal, pero en los cuatro años que permanecí allí nunca tuve la oportunidad de ejercer ese rol, pero ni por casualidad. A pesar de habernos juntados cuatro colegas, a nadie parecía importarle darnos un uso adecuado en una institución que contaba con varios cientos o miles de personas, y en la que un equipo de psicólogos habría sido de utilidad.
Tedio total, muerte en vida, marasmo, modorra insufrible, son algunas de las palabras que se me ocurren para graficar lo que sentía día tras día al dirigirme hacia la oficina, y a ello había que sumarle la culpa y la mala conciencia de saber que cobraba un sueldo (miserable, eso sí) por no hacer nada. Pero NA-DA. No es hipérbole, ¿se entiende?, No había nada que hacer. No sé en cuántos años se redujo mi esperanza de vida por honguearme allī, pero aún se me pone tieso el cogote y se me hace un nudo en el estómago de solo recordarlo (¡Brrrrrr!).
En esas estaba, leyendo libros y redactando mi tesis para no morir de aburrimiento, cuando una de las colegas, que no hacía nada al igual que yo (aunque a ella no parecía molestarle) me habló de su formación en Terapia Gestalt. Me interesó el tema y le pedí referencias. Me recomendó a uno de los más más de esa época en Gestalt en el Perú. No fue de inmediato, pero luego de pensarlo y de ir averiguando y averiguando, me inscribí en su formación. No lo sabía, pero había tomado una decisión que cambiaría mi vida drásticamente.
El año y medio que duró el entrenamiento fue en esencia positivo. Aprendí muchas cosas: cosas que repetir e implementar, y cosas que evitar como terapeuta y futuro docente. Pero lo más importante de todo fue que por primera vez me sentí psicólogo de verdad, vale decir, clínico.
Empecé a atender mis primeros pacientes, con metidas de pata y todo, y luego di otro paso importante: la esposa de mi profesor de Consejo Psicológico, psicóloga ella también, me recomendó para trabajar como psicólogo escolar en uno de los colegios más pitucos de Lima. Pedí un año de licencia en la burocracia y acepte el reto, muerto de miedo e inseguridad, y al mismo tiempo entusiasmado. Fue una experiencia agridulce que sólo duró un año, en la que seguí aprendiendo y delineando mi identidad profesional. Luego regresé al ministerio un par de años más. Después de eso lo dejaría, y esta vez para siempre.
Casi inmediatamente después de terminar la formación en Gestalt un colega y yo empezamos a dictar talleres cortos sobre esa terapia. Nos sentíamos súper competentes y capaces de superar al maestro. Fue una buena experiencia, y guardo de ella recuerdos gratos. Me ayudó a profundizar y pensar más la psicoterapia, y a empezar a desarrollar habilidades docentes que me servirían en el futuro. Para esta época ya me empezando a creer que podía ser un clínico, y que tenía derecho a serlo.
Entre los años 94 y 97 me formé en Terapia Familiar Sistémica. No recuerdo muy bien cómo llegué a ella. Al igual que pasó con la Gestalt, de la sistémica sólo había tenido una muy pálida referencia en la universidad, y ningún profesor nos hizo una clase al respecto. Ingresé al instituto FASIS en Lima, a cargo de tres experimentados psiquiatras: los Lovaina's boys. Les llamaban así porque los tres se habían formado en la Universidad de Lovaina, en Bélgica, y su centro tenía un convenio con esa universidad.
Fueron tres años de formación, donde poco a poco fui moldeando mi forma de pensar y adecuándola al paradigma circular (vale decir, dejando atrás el pensamiento lineal causalista y asimilando el pensamiento circular cibernético). Si bien ahora puedo mirar con ojo crítico lo que recibí, no dejo de agradecer que me mostraran esta interesantísima forma de pensar que marcó mi vida para siempre.
El primer año leí un cerro de textos que nos facilitaron. Estábamos en el proceso de "lavado de cerebro", como me gusta decir. Había que entender lo mental desde una nueva perspectiva, relacional, ecológica y sistémica. Atrás quedaron todos esos años de interesarse por el ser humano fuera de contexto, de hurgar dormitivamente dentro de su cabeza olvidándonos de las relaciones, de diagnósticos individuales y de DSMs. Poco a poco se iba abriendo ante mī un gran panorama que aún no se cierra ni se agota.
En mi último año de formación tomé otra medida más que me fue llevando hacia donde ahora estoy. Me enteré de que era posible gestionar y obtener un cambio de puesto, en calidad de destacado, al Hospital Central de la Policía . Total, pertenecía al mismo ramo del Interior, así que no era descabellado solicitarlo. Hice las averiguaciones necesarias e inicie las gestiones que me tomaron un par de meses. Conocí varias dependencias, de la policía y de la Sanidad, haciéndole el seguimiento al documento. Hablé con el director del Departamento de Salud Mental del hospital, y éste me aceptó sin mucho entusiasmo (estado característico en él, que al parecer sólo esperaba a que llegara su jubilación para rescatarlo del aburrimiento de su cargo) y me mandó, sin titubear ni mirarme siquiera, como psicólogo del pabellón de neumologia. Yo sabía lo que eso significaba (tu-ber-cu-lo-sis) pero no me importó ni lo medité demasiado. Por fin estaba fuera del Mininter y su tedio crónico, y eso era lo que importaba. Lo había logrado. ¡Yeh!
Recuerdo que mi primer paciente fue un hombre con tuberculosis terminal y multirresistente a los medicamentos. Los médicos no sabían que hacer con él y me lo enviaron a mí, aún no sé con qué fines. Supongo que querían que pague derecho de piso, o verificar si me quedaría y no me iría corriendo despavorido. El pobre hombre no dejaba de toser, y no hacía el menor esfuerzo por taparse la boca, a pesar de los ruegos de su esposa que lo acompañaba. De hecho, me tosía directamente en la cara. Estaba prohibido usar mascarillas, pues se suponía que eso podría incomodar a los pacientes y sus familias.
Así que allí estaba yo, viéndolo toser, e imaginando sus bacilos de Koch que, cual pirañas, salían disparados en busca de mis pulmones. Pero, créanlo o no, eso no me importaba mucho; estaba tan feliz de andar con la chaquetita blanca y pengándomela de "doctor" por fin, que los posibles contagios no me quitaban el sueño. No obstante, en un mes bajé cinco quilos. Me gustaba estar ahí por fin. Y también me estresaba. Creo que era por eso.
Casi sin darme cuenta inicié un macabro ritual: ir llevando la cuenta de los pacientes que no lo lograban, que morían por TBC, cáncer, sida u otras enfermedades que ahí se trataban. Un amigo de entonces me reprendía por hacerlo, ya que casi todas nuestras conversaciones derivaban, tarde o temprano, en un "¿te acuerdas del pacientes tal? Hoy se murió. Con ese ya van...". Y con el paso de los meses fui sintiendo la pegada de tanta enfermedad y de tanta muerte. Creo que me empecé a quemar...
Reducía mi tiempo con cada paciente; no me acercaba a los multirresistentes; empecé a hacer bromas crueles sobre la muerte y el morir, y terminé delegando casi por completo a mis practicantes, que por suerte me enviaron, casi todo el trabajo clínico (al pie de la cama, literalmente). También la preocupación por mi salud fue creciendo, y creo que poco a poco fui derivando hacia la hipocondriasis o la nosofobia.
Esto no debe llamar la atención. A diferencia de lo que pasa en otras profesiones (como medicina o enfermería) en ningún momento de nuestra formación como psicólogos (y menos aún en mi universidad "revolucionaria" y "socialmente comprometida") se nos preparó para trabajar con pacientes de enfermedades físicas, y menos aún con terminales o moribundos.
Luego de catorce meses en neumología un cambio en la jefatura del Departamento de Salud Mental me sacó de ahí. El doctor en jefe, indiferente y ahuesado desde hace años, fue cambiado o se jubiló. En su lugar llegó otro psiquiatra, precedido de una aureola temible de ser súper exigente y despótico. Sin embargo, este doctor resultó ser una buena persona, interesado en el desarrollo de su personal, y con la intención de que cada uno dé lo mejor de sí, según sus capacidades y formación.
Cuando se enteró que yo estaba en el ultimo año de mi entrenamiento en terapia familiar me ofreció crear en el hospital una unidad de terapia familiar y de pareja, que estaría a mi cargo. Yo le solicité que, previo a eso, me concediera seis meses de licencia para hacer una pasantía en el Hospital Hermilio Valdizán, y él aceptó sin titubear. Sólo me pidió a cambio que me tomara un tiempo para enseñar lo que había aprendido a los colegas del servicio que desearan aprender, y a mi regreso me pondría al frente de la unidad.
Fue así como le dije adiós a neumología. Como ritual final, y para estar seguro, me tome unas placas de los pulmones y le pedí a uno de los neumólogos que las chequeara. Cuando me dijo que todo estaba OK pude respirar tranquilo otra vez.
Ahora sí me esperaba un futuro promisorio...
(Continuará)