lunes, 19 de junio de 2017

PRESENCIA RADICAL


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He de confesar que la primera impresión que me causó leer a Sheila y sus ideas sobre la presencia radical me evocó los tres aspectos que destaca Carl Rogers en su enfoque terapéutico, que se supone ayudan a facilitar el “crecimiento personal”: la aceptación incondicional, la empatía y la autenticidad. Así como Michael White señalaba lo fácil que era confundir el humanismo con el enfoque narrativo, supongo que también es fácil confundir la presencia radical del enfoque colaborativo con el humanismo.  De hecho, aún sabiendo que son filosofías diferentes, no estoy del todo seguro que no estén hablando de cosas similares, aunque partan de comprensiones distintas.
La segunda impresión o resonancia que me causó es asociarlo con la teoría sistémica. Cuando Sheila habló de observar las pautas de interacción que la persona tiene en diversos contextos y empezar a usarlos en otros para así generar variedad, algo nuevo, etc. Eso me hizo recordar los planteamientos de Salvador Minuchin y su escuela estructural, a Mara Selvini y los milaneses o a la TBCS y las intervenciones sobre contexto y pauta. Claro, es fácil deducir que no se refiere precisamente a eso.
¿A qué creo que se refiere Sheila McNamee con presencia radical? Es lo que trataré de responder en las siguientes líneas.
Lo primero que cabe destacar en este aspecto es la curiosidad. Como ella misma menciona (McNamee, 2015), “...alienta la curiosidad por lo diferente, apertura a la formación de nuevas comprensiones…” (pag. 4). Tener presencia radical es ser curioso. Y ser curioso supone, primero, no saber; saber que no se sabe. Partir de la postura de no saber (Anderson, 1999). La autoconvicción de que uno sabe, la certeza de estar en lo cierto, aleja cualquier curiosidad del diálogo. En esas condiciones se está en conversación -tal vez incluso en discusión-, pero no en presencia radical, porque se escucha para preguntar selectivamente aquellas cosas que confirman o descartan mi certeza, para discutir o rebatir, pero no para entender a la otra persona. La curiosidad del no saber todavía invita a prestar atención a lo que surge en el diálogo y a guiarse por él. Es estar ahí.
Un segundo aspecto a destacar es la renuncia a obtener resultados y a ser eficaz, priorizando en su lugar el diálogo por el diálogo mismo. Obviamente las personas no buscan ayuda o asesoría solo por conversar; buscan algún resultado. Sin embargo, el facilitador debe resistirse a la tentación del apresuramiento, y tener claro que si se confía en el proceso algo sucederá, que posiblemente sea nuevo, significativo y...útil.
Un tercer elemento que pienso contribuye a tener presencia radical en un diálogo, es renunciar también a la necesidad de estar de acuerdo. Sheila se refiere a la presencia radical como “un movimiento que se aleja del acuerdo o de la adjudicación de perspectivas”. El acuerdo como imperativo moral implica presión entre las partes, una especie de intentona colonizadora en la que uno u otro de los implicados triunfará sobre el otro, y supone también empobrecimiento del diálogo, ya que en lugar de privilegiar las diferentes voces se privilegia una sola: la del acuerdo, la del consenso o la del convencimiento. Entiendo más bien que la presencia radical es la disposición a mantener mi postura -”mi terreno” le llama Sheila- y al mismo tiempo preguntarte sobre el tuyo y tratar de comprenderlo. De ese reconocimiento mutuo de diferencias surgirá un plus, un extra, que será lo nuevo y significativo. Así es como, supongo, se avanza en el diálogo, aunque no se sepa hacia a dónde. Entiendo también que en esa espacio dialógico es que se van creando los ingredientes, las condiciones, para que los problemas se disuelvan.
La falta de curiosidad, la necesidad de obtener logros y resultados, y el deseo de imponer “mi verdad”, nos alejan de esa actitud. La bloquean.
Un cuarto elemento que creo identificar es la identificación y el tomar en cuenta el aspecto interaccional y relacional de las conversaciones. Sobre esto no estoy tan seguro de entenderlo, pero parece referirse al cómo me vinculo con las personas con la que dialogo. Al respecto Sheila mencionó en la clase que las personas podían deliberadamente tomar estilos interaccionales propios de determinados contextos y utilizarlos en otros donde no solemos usarlos, para así generar variedad, novedad, y ver si se produce algo nuevo. De ser así, esto supone estar atento también a uno mismo, y atreverse a experimentar con lo que voy descubriendo sobre mi forma de relacionarme con los demás. No se trataría, entonces, de la pura espontaneidad, sino de estar alerta, o más bien despierto en relación a lo que pasa y a lo que hago.
Un quinto punto, finalmente, creo que tiene que ver con la ética relacional. Al renunciar a los factores que obstaculizan el diálogo, es mucho más probable que se pueda ir estableciendo en las conversaciones una especie de código ético válido para ese momento y esa conversación. Ideográfico me apetece decir, aunque involucre a más de uno. Dos o más personas radicalmente presentes, asumiendo las cuatro características antes mencionadas, tienen ya de por sí una actitud ética, que a su vez producirá esa ética propia de esa relación y de ese momento.
Estas son las comprensiones a las que he ido arribando luego de leer y escuchar a Sheila McNamee.
Ah, y la aparente semejanza entre la presencia radical y la teoría rogeriana no pasa de ser eso, aparente. Rogers desarrolla su trípode (aceptación incondicional, empatía y autenticidad) para crear las condiciones de “crecimiento personal” de aquel con quien se trabaja. Bajo esas condiciones la tendencia al crecimiento innato de cada cual se pone en marcha y se direcciona para lograr un funcionamiento cabal. Creo que sobra decir que para Sheila y el enfoque colaborativo estas ideas esencialistas, por más bien intencionadas que parezcan, no son aceptables.
Lo mismo se puede decir de la aparente coincidencia con lo sistémico. Las propuestas de Minuchin y los milaneses hacen referencia a estructuras propias del sistema, las que guían la conducta y la subjetividad de las personas. Una propuesta postmoderna lo entiende más bien como diálogos o historias entre las personas, como formas de conversar, tal vez repetitivas...

Referencias
Anderson, H. (1999). Conversación, lenguaje y posibilidades. Un enfoque posmoderno de la terapia. Argentina: Amorrortu.

McNamee, Sh, H. (2015). Presencia Radical:  alternativas para el estado terapéutico. European Journal of Psychotherapy and Counseling, 17:4, 373-383

viernes, 9 de junio de 2017

EL TERAPEUTA COMO HUÉSPED Y ANFITRIÓN

Resultado de imagen para anfitrionUna primera idea que deseo resaltar es lo que Harlene mencionó en la clase online que sostuvimos con ella hace unos días: la del operador (terapeuta, facilitador, etc.) como huésped y anfitrión de las personas con las que trabajamos.
Somos huéspedes en tanto la persona nos está invitando y dejando ingresar a su espacio personal, a su vida y a su intimidad. Un huésped respetuoso entra hasta donde se lo permiten y no más allá –al menos no sin permiso-; cuida el mobiliario del anfitrión, se interesa respetuosamente por las cosas que le llaman la atención en la casa que visita y “guarda las formas”. Sabe que no es SU casa y por eso no la invade y se comporta como si fuese suya. Comportarnos de esa manera en el trabajo con las personas nos permitirá respetar el espacio ajeno y cuidarnos de asumir posturas colonizadoras de expertos o de autoridades, ya que sabemos que el mejor conocedor de SU casa es el anfitrión que nos invitó. Es un terreno familiar y preciado para esa persona, y debemos permitir que nos guíe por él a su ritmo y hasta dónde lo considere pertinente. Los espacios que considere privados, íntimos, y que desee que continúen así, permanecerán con la puerta cerrada.
Esta metáfora del huésped también puede ser explotada por el lado de que, como invitados en casa ajena, también tenemos una responsabilidad limitada. No es nuestra obligación cuidarle la casa a la persona, remodelársela o reconstruírsela. Es asunto de la persona decidir qué hace con ella y ver también si desea contar o no con nuestra colaboración. Si hay algo que debemos hacer es respetar las decisiones que tome sobre su vida, asumiendo que ella es la experta y que nada permanece para siempre.
Somos anfitriones en tanto al trabajar con las personas lo hacemos en nuestro espacio (consultorio, a veces, pero también nuestro rol, nuestras reglas y la posición socialmente otorgada a nosotros como profesionales de la ayuda o del diálogo, que constituyen “espacios” virtuales desde donde recibimos a las personas.
La postura colaborativa exige que el operador se comporte como un buen anfitrión. Harlene Anderson nos invita a hacer el ejercicio mental de recordar las ocasiones en las que hemos sido huéspedes de alguien, y especialmente en las ocasiones donde hemos sido huéspedes satisfechos. ¿Qué hizo el anfitrión que nos ayudó a sentirnos cómodos y como en casa? ¿Hizo algo que nos incomodó? ¿En base a qué criterios tomados de nuestra experiencia podríamos distinguir a un buen anfitrión de uno deficiente? ¿Cómo nos imaginamos siendo buenos anfitriones? ¿En qué ocasiones hemos sido anfitriones y en cuáles de ellas nos hemos sentido anfitriones buenos en nuestro rol? ¿Cómo podríamos trasladar y acomodar esas experiencias a nuestro trabajo con personas?
Jugar el doble rol de huéspedes y anfitriones cuidadosos y respetuosos nos permitirá crear la atmosfera adecuada para que la conversación fluya, y con ella el diálogo y la co-creación de nuevas ideas, relatos y opciones. Un ambiente no solo colaborativo sino también generativo.
Una segunda idea que queremos comentar en esta escrito es la que Harlene Anderson (1999) plantea acerca de la relación entre la incertidumbre y el no saber, como posturas del operador colaborativo.
Al respecto Harlene refiere que al iniciar su trabajo desde lo colaborativo, usando diálogos compartidos y renunciando a la postura de experto conductor de la conversación, ella y sus colegas empezaron a experimentar incertidumbre. Esta incertidumbre provenía del hecho de constatar que si se compartía la responsabilidad por la conversación, era imposible predecir y prevenir el resultado de la misma. Lo colaborativo exigía pagar el precio de no saber lo que iba a ocurrir y en dónde iba a terminar el diálogo. Refiere también que con el tiempo aprendieron a sentir el sabor a libertad que entrañaba esta incertidumbre y a gustar de él. Si esto era así, en una conversación colaborativa y dialógica ya no es responsabilidad del profesional (y tampoco de las personas con las que se trabaja) tener una agenda y llevar la charla a buen puerto. Es una co-responsabilidad o, lo que es igual, la responsabilidad recae en el proceso mismo. La conversación llegará a dónde llegue y tendrá el resultado que tenga.
Esto tiene por los menos dos efectos: 1) aprender a convivir con la incertidumbre (y creo que recién ahora tengo más clara esta idea) y 2) no necesito conocer aquello de lo cual se está hablando, es decir, ser un experto en la materia sobre la cual se conversa. En todo caso, la única “experticia” que se nos pide es la de ser curiosos y saber dialogar.
Confiesa Harlene que esta libertad de no saber expandió su imaginación y su creatividad considerablemente. Me imagino ese proceso como un botar lastre (el lastre del rol de experto sabelotodo) y un soltar amarras; como un estar ahí realmente, escuchando y prestando atención principalmente (si no exclusivamente) a lo que se va conversando y a lo que va surgiendo de eso, y a nada más. Supongo que a eso es a lo que se refiere Sheila MacNamee cuando habla de presencia radical.
Me apetece hacer algunos paralelos con lo que plantean otros enfoques, aún sabiendo que ninguno de ellos calza bien con lo que plante Harlene.
Por un lado esta idea me evoca la atención libre flotante del psicoanálisis. El analista –como diría Wilfred Bion- escucha sin memoria, sin deseo, sin comprensión, sin representación sensorial. Algo así como la escucha “pura”, tanto a lo que la persona dice como a sus propias resonancias. La conversación se entabla desde ahí.
También pienso a en la escucha activa planteada por Carl Rogers. Rogers sugiere renunciar al propio marco de referencia y atender al marco de referencia de la persona con la que se conversa. El facilitador aquí se limitaría a reflejar lo que va captando, tanto en lo que concierne a los pensamientos como a las emociones y sentimientos que los acompañan.
Finalmente, un tercer paralelo que puedo hacer es con la terapia gestáltica. Curiosamente algunos terapeutas gestálticos hablan de “relación dialogal” para referirse a la actitud y al modo de comunicación que sugieren se dé entre terapeuta y cliente. Esta relación se basaría en lo sugerido por Martin Buber al describir en qué consiste la relación “yo-tú”: una relación atenta, carente de manipulación, que reconoce y valora lo que es la otra persona. La Gestalt también plantea el “ajuste creativo”: confiar en lo que va surgiendo en la interacción entre los comunicantes, basarse en le ahora, y en la capacidad para responder creativamente que posee el “organismo”.
Obviamente no planteo que estas posturas sean lo mismo que propone Harlene Anderson. Simplemente hago un ejercicio intelectual para comprender sus ideas cotejando y diferenciando con otras comprensiones que ya tengo. Las tres propuestas son modernistas; plantean un modelo de persona a alcanzar y sendas vías de acceso para llegar a ellas. El terapeuta es experto aunque pretenda no parecerlo y se muestra amable, neutral y aceptador. La propuesta colaborativa y dialógica está en la orilla de enfrente teórica y metodológicamente, y no propone nada en concreto salvo la curiosidad como vía regia a lo que sea que surja. O al menos eso me parece.

Referencias

Anderson, H. (1999). Conversación, lenguaje y posibilidades. Un enfoque posmoderno de la terapia. Argentina: Amorrortu.