lunes, 13 de mayo de 2013

BREVE (O NO TAN BREVE) AUTOBIOGRAFIA PSICOTERAPEUTICA.-



"Recuerda hijito que nadie nace sabiendo".
                                                   Mi mamá.

Cuando estudiaba psicología, y poco a poco me iba acercando al final de mi carrera en la universidad, iba también entrando en una etapa de incertidumbre creciente y de duda acerca de mi futuro. Me explico: la universidad donde estudié fue creada bajo el gobierno militar de Juan Velasco Alvarado (el Chino Velasco, como le decían) -esa especie de Hugo Chávez peruano de los sesentas- y parece que la idea al crearla era educar profesionales destinados a servir al "proceso revolucionario de las Fuerzas Armadas" (sic). En otras palabras, supuestamente deberíamos haber sido formados como profesionales socialmente comprometidos, nacionalistas, no-alineados y dispuestos a trabajar en el SINAMOS (El Sistema Nacional de Movilización Social, esa entidad del gobierno destinada a movilizar a las masas en apoyo a la dictadura y sus reformas, ¿se acuerdan los cincuentones y sesentones?). Los psicólogos, por consiguiente, estábamos destinados a ser psicólogos sociales y/o comunitarios, supuestos conocedores de lo profundo del alma peruana, se su entraña andina, y de cómo ayudar a los militares a quedarse unos veinte o treinta años en el poder, sin tener que recurrir siempre a los tanques.
En consonancia con esa intención, el currículo de la facultad estaba saturada de cursos de metodología de la investigación, de psicología social y de psicología de los grupos. Los cursos sobre psicoterapia se reducían a ... cero, nada, ni uno. El único que más o menos se acercaba a la temática terapéutica era el de Consejo Psicológico, y le debo a esa materia y a su profesor, mi por entonces gran interés (ahora menguante) por el humanismo.
Hicieron, entonces, un buen trabajo conmigo, ya que salí convencido de que no podía ser otra que un "investigador en psicología social". Me había leído dos o tres libros completos y gordos sobre el tema, y me sentía (o más bien, me tenía que sentir) competente en el campo. El único problema era que nos encontrábamos a fines de los ochentas y ya a nadie parecía importarle la psicología social, el alma de los peruanos, y temas similares. Además, creo que nunca les importo demasiado después de todo; al menos no como para pagarle a alguien un sueldo por estudiarlo.
¡Chispas! ¿Y ahora? Durante un año y medio trabajé como ayudante de investigación del profesor de Consejo, quien me pagaba el equivalente a un sueldo mínimo por ayudarlo a aplicar, calificar y tabular encuestas en un par de investigaciones sobre ancianos que él estaba realizando. Pero la cosa no parecía tener mucho futuro, pues la subvención que él ganó, y que era la fuente de mis ingresos, duraba un año y luego adiós. Como era de esperar, mi padre me bajó de la nube dándome a entender que mi época de cobrar sueldo de hijo había caducado en ese preciso momento, y que tenía que empezar a trabajar "en serio", pero ya.
La única alternativa que se me presentaba era la de ingresar, a expensas del tarjetazo de una tía, a trabajar en el Ministerio del Interior como empleado público. Se cumplía así esa especia de karma familiar que yo siempre traté de evitar, o por lo menos postergar: ser un burócrata del Estado.
Debo confesar que esos fueron los peores años de mi vida. Quien haya leído "La tregua" de Mario Benedetti entenderá lo que digo. Yo era psicólogo e ingresé nombrado como tal, pero en los cuatro años que permanecí allí nunca tuve la oportunidad de ejercer ese rol, pero ni por casualidad. A pesar de habernos juntados cuatro colegas, a nadie parecía importarle darnos un uso adecuado en una institución que contaba con varios cientos o miles de personas, y en la que un equipo de psicólogos habría sido de utilidad.
Tedio total, muerte en vida, marasmo, modorra insufrible, son algunas de las palabras que se me ocurren para graficar lo que sentía día tras día al dirigirme hacia la oficina, y a ello había que sumarle la culpa y la mala conciencia de saber que cobraba un sueldo (miserable, eso sí) por no hacer nada. Pero NA-DA. No es hipérbole, ¿se entiende?, No había nada que hacer. No sé en cuántos años se redujo mi esperanza de vida por honguearme allī, pero aún se me pone tieso el cogote y se me hace un nudo en el estómago de solo recordarlo (¡Brrrrrr!).
En esas estaba, leyendo libros y redactando mi tesis para no morir de aburrimiento, cuando una de las colegas, que no hacía nada al igual que yo (aunque a ella no parecía molestarle) me habló de su formación en Terapia Gestalt. Me interesó el tema y le pedí referencias. Me recomendó a uno de los más más de esa época en Gestalt en el Perú. No fue de inmediato, pero luego de pensarlo y de ir averiguando y averiguando, me inscribí en su formación. No lo sabía, pero había tomado una decisión que cambiaría mi vida drásticamente.
El año y medio que duró el entrenamiento fue en esencia positivo. Aprendí muchas cosas: cosas que repetir e implementar, y cosas que evitar como terapeuta y futuro docente. Pero lo más importante de todo fue que por primera vez me sentí psicólogo de verdad, vale decir, clínico.
Empecé a atender mis primeros pacientes, con metidas de pata y todo, y luego di otro paso importante: la esposa de mi profesor de Consejo Psicológico, psicóloga ella también, me recomendó para trabajar como psicólogo escolar en uno de los colegios más pitucos de Lima. Pedí un año de licencia en la burocracia y acepte el reto, muerto de miedo e inseguridad, y al mismo tiempo entusiasmado. Fue una experiencia agridulce que sólo duró un año, en la que seguí aprendiendo y delineando mi identidad profesional. Luego regresé al ministerio un par de años más. Después de eso lo dejaría, y esta vez para siempre.
Casi inmediatamente después de terminar la formación en Gestalt un colega y yo empezamos a dictar talleres cortos sobre esa terapia. Nos sentíamos súper competentes y capaces de superar al maestro. Fue una buena experiencia, y guardo de ella recuerdos gratos. Me ayudó a profundizar y pensar más la psicoterapia, y a empezar a desarrollar habilidades docentes que me servirían en el futuro. Para esta época ya me empezando a creer que podía ser un clínico, y que tenía derecho a serlo.
Entre los años 94 y 97 me formé en Terapia Familiar Sistémica. No recuerdo muy bien cómo llegué a ella. Al igual que pasó con la Gestalt, de la sistémica sólo había tenido una muy pálida referencia en la universidad, y ningún profesor nos hizo una clase al respecto. Ingresé al instituto FASIS en Lima, a cargo de tres experimentados psiquiatras: los Lovaina's boys. Les llamaban así porque los tres se habían formado en la Universidad de Lovaina, en Bélgica, y su centro tenía un convenio con esa universidad.
Fueron tres años de formación, donde poco a poco fui moldeando mi forma de pensar y adecuándola al paradigma circular (vale decir, dejando atrás el pensamiento lineal causalista y asimilando el pensamiento circular cibernético). Si bien ahora puedo mirar con ojo crítico lo que recibí, no dejo de agradecer que me mostraran esta interesantísima forma de pensar que marcó mi vida para siempre.
El primer año leí un cerro de textos que nos facilitaron. Estábamos en el proceso de "lavado de cerebro", como me gusta decir. Había que entender lo mental desde una nueva perspectiva, relacional, ecológica y sistémica. Atrás quedaron todos esos años de interesarse por el ser humano fuera de contexto, de hurgar dormitivamente dentro de su cabeza olvidándonos de las relaciones, de diagnósticos individuales y de DSMs. Poco a poco se iba abriendo ante mī un gran panorama que aún no se cierra ni se agota.
En mi último año de formación tomé otra medida más que me fue llevando hacia donde ahora estoy. Me enteré de que era posible gestionar y obtener un cambio de puesto, en calidad de destacado, al Hospital Central de la Policía . Total, pertenecía al mismo ramo del Interior, así que no era descabellado solicitarlo. Hice las averiguaciones necesarias e inicie las gestiones que me tomaron un par de meses. Conocí varias dependencias, de la policía y de la Sanidad, haciéndole el seguimiento al documento. Hablé con el director del Departamento de Salud Mental del hospital, y éste me aceptó sin mucho entusiasmo (estado característico en él, que al parecer sólo esperaba a que llegara su jubilación para rescatarlo del aburrimiento de su cargo) y me mandó, sin titubear ni mirarme siquiera, como psicólogo del pabellón de neumologia. Yo sabía lo que eso significaba (tu-ber-cu-lo-sis) pero no me importó ni lo medité demasiado. Por fin estaba fuera del Mininter y su tedio crónico, y eso era lo que importaba. Lo había logrado. ¡Yeh!
Recuerdo que mi primer paciente fue un hombre con tuberculosis terminal y multirresistente a los medicamentos. Los médicos no sabían que hacer con él y me lo enviaron a mí, aún no sé con qué fines. Supongo que querían que pague derecho de piso, o verificar si me quedaría y no me iría corriendo despavorido. El pobre hombre no dejaba de toser, y no hacía el menor esfuerzo por taparse la boca, a pesar de los ruegos de su esposa que lo acompañaba. De hecho, me tosía directamente en la cara. Estaba prohibido usar mascarillas, pues se suponía que eso podría incomodar a los pacientes y sus familias.
Así que allí estaba yo, viéndolo toser, e imaginando sus bacilos de Koch que, cual pirañas, salían disparados en busca de mis pulmones. Pero, créanlo o no, eso no me importaba mucho; estaba tan feliz de andar con la chaquetita blanca y pengándomela de "doctor" por fin, que los posibles contagios no me quitaban el sueño. No obstante, en un mes bajé cinco quilos. Me gustaba estar ahí por fin. Y también me estresaba. Creo que era por eso.
Casi sin darme cuenta inicié un macabro ritual: ir llevando la cuenta de los pacientes que no lo lograban, que morían por TBC, cáncer, sida u otras enfermedades que ahí se trataban. Un amigo de entonces me reprendía por hacerlo, ya que casi todas nuestras conversaciones derivaban, tarde o temprano, en un "¿te acuerdas del pacientes tal? Hoy se murió. Con ese ya van...". Y con el paso de los meses fui sintiendo la pegada de tanta enfermedad y de tanta muerte. Creo que me empecé a quemar...
Reducía mi tiempo con cada paciente; no me acercaba a los multirresistentes; empecé a hacer bromas crueles sobre la muerte y el morir, y terminé delegando casi por completo a mis practicantes, que por suerte me enviaron, casi todo el trabajo clínico (al pie de la cama, literalmente). También la preocupación por mi salud fue creciendo, y creo que poco a poco fui derivando hacia la hipocondriasis o la nosofobia.
Esto no debe llamar la atención. A diferencia de lo que pasa en otras profesiones (como medicina o enfermería) en ningún momento de nuestra formación como psicólogos (y menos aún en mi universidad "revolucionaria" y "socialmente comprometida") se nos preparó para trabajar con pacientes de enfermedades físicas, y menos aún con terminales o moribundos.
Luego de catorce meses en neumología un cambio en la jefatura del Departamento de Salud Mental me sacó de ahí. El doctor en jefe, indiferente y ahuesado desde hace años, fue cambiado o se jubiló. En su lugar llegó otro psiquiatra, precedido de una aureola temible de ser súper exigente y despótico. Sin embargo, este doctor resultó ser una buena persona, interesado en el desarrollo de su personal, y con la intención de que cada uno dé lo mejor de sí, según sus capacidades y formación.
Cuando se enteró que yo estaba en el ultimo año de mi entrenamiento en terapia familiar me ofreció crear en el hospital una unidad de terapia familiar y de pareja, que estaría a mi cargo. Yo le solicité que, previo a eso, me concediera seis meses de licencia para hacer una pasantía en el Hospital Hermilio Valdizán, y él aceptó sin titubear. Sólo me pidió a cambio que me tomara un tiempo para enseñar lo que había aprendido a los colegas del servicio que desearan aprender, y a mi regreso me pondría al frente de la unidad.
Fue así como le dije adiós a neumología. Como ritual final, y para estar seguro, me tome unas placas de los pulmones y le pedí a uno de los neumólogos que las chequeara. Cuando me dijo que todo estaba OK pude respirar tranquilo otra vez.
Ahora sí me esperaba un futuro promisorio...
(Continuará)

3 comentarios:

  1. Genial....a la espera de la segunda parte...Creo adivinar en que momento empezó a leer a Cioran....

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  2. El leer la historia personal de una persona, es como entablar una larga conversación para conocerla. Muy interesante profesor. Aguardo la siguiente parte...

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  3. Lo podía ver claramente en mi mente cuando leía el texto...

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